Confesar amor es dejarse la carne en el asador. Abrasarse con el fuego, volverse la partícula más vulnerable que nuestro ser puede mostrar. Dejar el ego de lado. Por eso, las cartas de amor son una forma de confesión ante el otro, de exorcismo.
Hace pocos días escribí una. No era una carta formalmente, claro, sino un whatsapp; es lo que tiene vivir en tiempos modernos donde la desconexión nos hace más poderosos, al tiempo que cobardes. Era una carta triste e indignada donde me exponía, porque cuando ya no puedes hacer más con los hechos, te explicas desde el verbo, sacas la rabia y la locura fuera de ti, escribes para encontrar las respuestas que no hallas, para ver y encontrarte, encontrarme.
Las cartas de amor no siempre son cursis, ni deben serlo. Son pasionales y no solo por entender que tienen que ver con el sexo o la carne, sino porque vienen de la visceralidad. Pueden ser de desamor, de rabia, de ruptura, de hastío. Todas esas características las hallé en mí, así como en varios libros que me reencontraron con ese sentimiento de expiación.
“Mil veces has dicho ―y no sirve que desdigas, pues nada puede borrar esa afirmación― que en el mundo tan solo el amor es importante. Quizás sea una facultad divina que se pierde y que hay que volver a encontrar, que hay que cultivar y que hay que pagar con crueles sufrimientos, con experiencias muy dolorosas. Quizás a mí me hayas querido a tu pesar, y a otra la querrás con abandono”, afirma George Sand en una carta a Alfred de Musset en 1894, compilada con otras cartas de mujeres escritoras en el libro Quiero escribirte esta noche una carta de amor de Ángeles Caso (Lumen, 2019).
Posiblemente lo que sí sea un requisito es la sinceridad que puede aflorar en las cartas porque, al final, es una comunicación unidireccional, pero no pública, hay un único lector para el cuál escribir. La intencionalidad es con un solo sujeto, no con varios; ahí, quizás, reside el estado puro de una carta de amor.
La carta de amor póstuma como crónica
También hay cartas de amor póstumas, donde la confesión es lo único que se necesita para florecer la escritura y, quizás, para tener fe en que el mensaje se quedará en el aire para que el frío de la muerte lo atrape cuando pueda y la haga llegar a algún sitio que desconocemos. “Amado, ámame de manera diferente, más que los otros. No te enojes conmigo: has de acostumbrarte a mí, a como soy”, le escribe Marina Tsvietáieva a Rilke luego de enterarse de la muerte del poeta.
Las cartas de amor revelan admiración y cariño por el otro, y no tienen que ver únicamente con el amor romántico. Las cartas son también el goce de contarle tu cotidianidad a otro, de hacer de ese acto cotidiano un momento épico o inolvidable. Una forma de ponerle sal o azúcar a algo que podría pasar desapercibido.
En el ensayo El coloquio de las perras (Capitán Swing, 2019), Luna Miguel visibiliza a varias escritoras latinoamericanas a la par que les escribe cartas póstumas donde les cuenta a diferentes autoras cómo llegó a ellas, por qué sus obras le generaban ruido o, simplemente, cuenta las anécdotas cotidianas que hicieron aumentar su admiración por la escritora en cuestión.
“Querida Victoria, de todas las escritoras a las que he dedicado mi cariño en los últimos años tú eres la única a la que no he leído. Me refiero a leer en papel. Me refiero a la posibilidad de tocar tu rostro a través de las páginas de un libro. No voy a pedir perdón por ello, entre otras cosas porque tú sabes de sobra lo imposible que es leerte así. Para qué íbamos a leerte si podemos escucharte. Tu voz está en mis auriculares ahora mismo. Cualquiera diría que estás siempre feliz” (Carta a Victoria Santa Cruz).
Las cartas póstumas de Luna Miguel resaltan sus ensoñaciones, las posibles respuestas a una carta que no llega a destino. Es así como le escribe a Eunice Odio: “Me dirás: ‘¿Para qué me despiertas de mi sueño, Luna? ¿Para enseñarme una cita de un libro que no voy a poder leer porque llevo casi cincuenta años muerta…?’. Y sí, eso voy hacer, Eunice, porque creo verdaderamente que lo que voy a mostrarte te gustará un poquito”.
Las cartas a todas las escritoras que Miguel escribe demuestran su terquedad y también su fe, quizás por ser una carta pública, que busca una respuesta en forma de divulgación, de reconocimiento para esa otredad que ya no es física.
La carta de amor como caja de herramientas
Hay cartas que pueden ser recetas, cartas de amor para aconsejar al otro. Ética para Julia (Fulgencio Pimentel, 2019) es una larga carta de amor, dividida en capítulos e ilustraciones hipsters, que Ricardo Díaz Peris le escribe a su hermana Julia.
Ricardo le confiesa todo a su hermana, escarbando literalmente hasta la mierda con la que puede escribir mensajes en la pared, al estilo Marqués de Sade pero en clave millennial rosa, tipo Fleabag. Le habla del desamor, de la amistad, le habla de feminismo, invita a otras voces para explicar la hipocresía que existe en ese mercado de la carne llamado prostitución.
“Empezaré diciéndote que hay personas con una lista de experiencias sexuales por cumplir y que, dependiendo de cómo las clasifiques, hallarás entre ellas un subapartado de etnias con las que te gustaría tener relaciones. Suena racista pero, en el fondo, técnicamente, podría ser todo lo contrario, mientras no lo enfoques como Cristóbal Colón o Jeffrey Dahmer”.
Ricardo Díaz Peris no escribe literatura infantil o juvenil, es un canto o una confesión joven, un cotilleo cercano de un hermano a una hermana, entre amigos, intentando ser éticamente comprometido con lo que cree que es la vida y los tópicos claves de los años de la juventud. Es una carta de vida.
Cartas de quienes no esperamos que escriban sobre amor
Nunca esperé encontrarme con una carta de amor de un dictador. Benito Mussolini escribía cartas de amor, por qué no. No por ser un dictador se deja de ser persona, se deja de sentir. Quizás se siente más y por esa pasión se toman las decisiones políticas erradas.
En 1939, uno de los padres del psicoanálisis, Carl Jung, se reunió con Hitler y Mussolini. Hitler inspiró en Jung solo miedo. Por el contrario, Mussolini aparentemente se presentó ante el psicoterapeuta como un “hombre original”, que tenía “calidez y energía”.
El último premio Strega se lo ha llevado Antonio Scurati, por M, el hijo del siglo (Alfaguara, 2020), una novela documental sobre el dictador italiano. En ella hay muchas cartas y discursos políticos pero también hay cartas de amor entre Mussolini y la crítica de arte y partidaria fascista, Margheritta Sarfatti.
En la cronología del libro, Scurati nos deja entrever cómo el amor muere para darle paso al individualismo violento. Si al principio Mussolini interactúa con Sarfatti enviándole cartas de amor que comenzaban con “mi amor, mis pensamientos, mi corazón te acompañan… Te quiero mucho más de lo que crees. Te beso con fuerza, te abrazo con ternura violenta”; terminaron con cartas de desamor e indignación de Sarfatti a Mussolini: “lo único que te pido es que no te preocupes de mi vida externa para disimularla, restringirla, sofocarla…¡Hubiera podido ser un día tan hermoso! Solos, en el rincón del fuego… ¡En cambio, has querido mezclarme con todos los venenos! Violencia, injuria, insinuaciones”.
Según relata el autor, las victorias de Mussolini son derrotas para Sarfatti después de 1924: “ella lo acoge, como siempre, se dedica a él, lo calma pero, evidentemente, no es capaz de ocultar su propio descontento de mujer decepcionada”.
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Las cartas de amor quizás se han perdido en la cotidianidad, nos quedan la mensajería de texto, los chats; el amor en carta se ha vuelto tan líquido como nosotros. Sin embargo, algunos recuperan la tradición, quizás aspirando a ser mejores, a ser más valientes ante el compromiso que conlleva vivir.