Mucho se ha dicho en la filosofía contemporánea sobre la política como un gesto y como una actitud frente a las decisiones tomadas y la responsabilidad sobre sus consecuencias. Saber lo que nos gusta, por qué nos gusta y cómo comportarnos frente a esos gustos resulta un proceso de identificación que conlleva la mayor parte de nuestros años útiles, y desgasta la totalidad de los años plácidos, aún cuando las sugerencias frente a ello resulten premonitorias y nos exijan tener una idea clara de lo que queremos y cómo lo conseguiremos desde el primer día de la vida universitaria.
Nadie nos explica que, frente a la amplia gama de posibilidades, aquello que escojamos consciente o inconscientemente nos identificará no sólo como individuos “útiles” a la sociedad sino frente a aquellos que comparten el metro, los pasillos, las bancas, nuestra cama. Lacan llamaba a esto “estadio del espejo”, un espejo al que Borges le rehuyó toda su vida. Un espejo que insiste en reprocharnos lo que somos, cómo lo demostramos y los (pocos) beneficios que puede traernos a la larga.
Dentro de la heteronormatividad la dupla hombre-mujer es lo “normal”, mal concibiendo la adjetivación como un proporcional a “común”, pues no todo lo normal es común y no todo lo común es normal, dejando de lado las opciones mantenidas al margen de lo que produce inmediata reproducción y colaboración con la masa obrera y con el cúmulo de autómatas que sobre pueblan el globo. Y parece reiterativa tanta cháchara sobre la reivindicación homosexual, lesbiana, queer, transexual, bisexual, intersexual… Pero ¿Hasta qué punto se ha comprendido realmente el proceso al que nos somete el “sistema” a la hora de identificar los polos positivos y negativos que coordinan el desenvolvimiento humano? ¿Cuántas de tus amigas se acuestan con tíos pero en casa ven porno lésbica porque es lo que les pone? ¿Dónde está la frontera? ¿Debería realmente existir?
Divagando en Instagram di con una publicación de una escritora colombiana a la que admiro mucho donde demuestra lo que todas las bolleras hemos vivido y que algunas han sobrellevado con la firme distinción de asumir su cuerpo como un gesto político que representa y refuerza todo en lo que creen y todo por lo que están dispuestas a reorganizar sus vidas. Parece paradójico haber logrado saltar la barrera del sometimiento heterosexual y patriarcal, binomial y neoliberal para sucumbir en la tierra prometida al calificativo incesante: lipstick, butch, soft-butch, fancy, girlie, tomboy, camionera, marimacha, femenina, masculina. No fue sino hasta el té de esta tarde que caí en cuenta de que la lucha interna de toda lesbiana es una lucha compartida y obvia, pues al alcanzar el estatus de “libertad” dentro de nuestro derecho a escoger y a vivir nuestras escogencias con plenitud, que identifiqué el doloroso proceso de delineación en la identidad: ese momento en el que no sabes exactamente qué ponerte, por miedo a parecer un “macho” y a ser tildada de lesbiana, porque, como dice Amalia Andrade, “… it is O.K. to be a lesbian as long as you don’t look like one”. ¿Por qué? Si he sido, soy y seré lesbiana, ¿por qué debo someterme a los paradigmas occidentales y heterodependientes y que sean ellos los que determinen cómo debo vestirme?
Recuerdo reírme con un amigo quien, al ver pasar a una chica que se sentía cómoda con ropa catalogada como masculina, me pregunta “¿así te gustan a ti?” y yo respondí crudamente: “No, a mi me gustan las mujeres”. Pero también recuerdo que el fin de semana pasado mi crush de instagram se tomaba una copa en el bar de enfrente, y cuando yo aparecí en la acera se apresuró a preguntarle a sus amigas si yo era “guapa”, a lo que ellas respondieron “es más bien un camión”. No es karma, es política. No es una moraleja, es la falta de sentido práctico y de análisis introspectivo sobre lo que me identifica y lo que yo identifico. Pasaron 27 años para que yo entendiera que aquello con lo que yo escojo comunicarme no forma parte (por lo menos no de manera implícita) del código de los demás, y que al final lo que realmente importa es lo que significa para mí y para qué lo utilizo. Al fin y al cabo, si bien me identifico como una mujer dentro del canon heterosexual, frente a mi espejo soy un camión… pero un camión lleno de flores.