Conocemos el Hay Festival por su larga tradición de fiesta literaria traída desde el frío Gales a las andinas o tropicales temperaturas de Latinoamérica. Este año me tocó a mí elegir. No veía posible ir a la FIL Guadalajara por cuestiones de tiempo, así que me lancé al Hay Festival de Arequipa, la edición posiblemente más pequeña de los Hay, con un cartel que a simple vista no parecía deslumbrante a nivel de marketing literario de grandes masas, pero sí como un pequeño hotel boutique de escritores noveles y no tan noveles con muchas cosas por decir para unir emociones.
Llegué a Lima 24 horas después de haber salido de Barcelona. En la capital peruana me esperaba mi mejor amigo, Daniel Mariani, quien cursa un taller de literatura junto al escritor peruano Jeremías Gamboa. También estaría gente muy querida de mi natal Caracas como Melanie Pérez Arias y Mariana Mata -ambas astrólogas, marketinianas y adictas a la literatura- y Luis Yslas, excorrector del diario El Nacional, peruano reencauchado en Venezuela y actual editor de la editorial independiente Madera Fina. Este quinteto dinámico amante de la literatura partiría a Arequipa el mismo día del inicio del Hay Festival para inaugurar la casa del ritmo y beberse esa Arequipa que quizás debería descubrirse mejor para entender las luces y sombras del premio Nobel que nació en ella: Mario Vargas Llosa.
El jueves, primer día de Festival, la fiesta literaria sufrió cancelaciones, mi entrevistada Claudia Piñeiro no acudió a la gala arequipeña. Únicamente se haría la inauguración donde previamente aproveché a saludar al archiconocido Juan Cruz, su esposa Pilar y al escritor venezolano, ganador del Premio Tusquets y Herralde de novela, Alberto Barrera Tyszka.
A falta de planes “Haysísticos” descansé un rato, leí, intenté sumergirme en responder algún correo electrónico mientras mi compañeros de viaje dormían luego de habernos despertado a las 3 de la mañana para coger un vuelo a la ciudad del volcán Misti. A pesar de mi lucha por la productividad, todo fue en vano, salí, me encontré con el nunca aburrido Alberto Barrera para ir por piscos, recorrer el casco histórico de la ciudad y asistir al único evento del día del festival, el concierto de Haydée Milanés, hija del trovador cubano Pablo Milanés en el Teatro Municipal. A pesar de mis quejas por el audio, Milanés hizo cantar a más de uno de la generación de su padre y a otros que ni si quiera habían nacido para entender qué fue eso de la revolución cubana.
El viernes el quinteto dinámico tenía una agenda apretada. Empezaríamos dando apoyo al terruño venezolano en un encuentro sobre narrativa moderado por Juan Cruz con Alberto Barrera y la escritora colombiana Yolanda Reyes. Con ellos conectamos con las raíces literarias, las ficciones y los relatos de nuestra niñez, con cómo esas lecturas fueron una forma de contagio y signaron esa ruta de paso para que los participantes de esa conversación se convirtiesen en escritores.
De una conferencia a otra, estilo asistir a los conciertos del Primavera Sound en Barcelona pero con literatura, sí, no todo es tan pop, ni tan ilustrado. Así llegamos a la Alianza Francesa, nos tomamos un té de coca antes de entrar -porque uno nunca sabe cuando pega el mal de altura- y empezamos a escuchar cómo la escritora mexicana Guadalupe Nettel (finalista del Premio Herralde, 2005), conversaba con la francesa Maylis de Karengal sobre su obra en torno a la crisis de los refugiados en Lampedusa, una metáfora, quizás, del naufragio del modelo europeo y de la inexistencia ética para afrontar la crisis de los migrantes.
Luego de las reflexiones francomexicanas pasamos a un merecido break culinario: nos fuimos a la picantería Palomino, al parecer un clásico de la ciudad que hasta fotografías de don Mario y su exesposa Patricia Llosa tenía en su puerta. La picantería cumplía la labor de enaltecer la fama de la gastronomía peruana, fue así que disfrutamos de platos típicos arequipeños como el rocoto relleno y el chupe de camarones, con los que salimos literalmente extasiados y rodando de gordos, nuevamente hasta el centro de Arequipa.
Me dispersé del grupo. Fui a ver a Ignasi Duarte entrevistar en modo performance a Cristina Rivera Garza en una salita mínima perfecta para el encuentro. Ignasi hacía preguntas que planteaba Rivera Garza a sus personajes en sus novelas pero que en esta ocasión, se las hacía Duarte a la autora, quizás era un modo de amenazar a la memoria de la ficción. Al terminar el encuentro me tocó a mí asumir el rol de Ignasi, ahora era yo quien en el hotel Casa Andina entrevistaba a una Cristina Rivera Garza agotada por el jet lag pero atinada en sus respuestas con respecto a su libro Había mucha neblina o humo o no sé qué, una novela sobre Juan Rulfo que reformula la forma de ver al icónico escritor mexicano desde el homenaje de una fanática estudiosa de su obra.
Al parecer el día de conferencias terminaba entre venezolanos: conversaba con Alberto Barrera y el editor de opinión del NYTimes en español, Boris Muñoz, otro más del terruño en Arequipa. Yo para no perder tiempo, me bebía uno que otro pisco, ese que no se consigue en Barcelona. A pesar de la compañía abandoné los piscos y la conversación para seguir mi ruta «Haysística» y descubrír la primera gala de poesía del festival. Escuché de lejos la lectura de Cees Noteboom y le puse cara a la poeta española Erika Martínez, a quien había entrevistado una semana antes vía mail y a la que luego de dos piscos saludé alegremente a pesar de no habernos visto nunca. Más alegre que protocolar, así era la vida de festival.
De la poesía pasé al fútbol. Perú jugaba el partido de repechaje para participar en el Mundial de Rusia 2018 y mi cuarteto de acompañantes optó por verlo y así fue, vimos un partido de un equipo menor, no todo es Barcelona FC. El partido al igual que el vino que había elegido esa noche, estuvo malo, sin cuerpo, sin embargo, una semana después Perú hizo historia y luego de 36 años sin obtener el puntaje, ganó y se clasificó al Mundial de Rusia. No todo comienzo es tan malo.
El sábado era el día C de Cercas. El escritor español había llegado al Hay Festival para cuestionarnos sobre la derrota, la tiranía, y por qué traicionar y decir que no algunas veces puede ser el camino correcto tanto en la vida como en la ficción. Fue así que traicioné mi cronograma y a la conferencia sobre identidad de género. Volví a ver a un emocionado Juan Cruz que presidía la mesa junto con Javier Cercas y Laura Fernández, quienes hicieron reír a los asistentes con anecdotarios de escritura; Laura por hilar ciencia ficción pop y Cercas por burlarse de sí mismo, hasta Cees Noteboom que se encontraba delante de mí asentía y reía, a pesar de que minutos después del encuentro le afirmara a Cruz que solo había entendido la cuarta parte de la conferencia porque hablaban español muy rápido.
Volví al ritmo Primavera Sound, corrí hacia la presentación de la obra de Qué raro son los hombres de José Ovejero. Me perdí en un pueblo de tres calles, me encontré nuevamente con amigos y entramos a la obra de teatro. Nos reímos de la dureza de la vida en los textos interpretados por Ovejero, qué difícil es la España de los ochentas y es la España de ahora, hay puntos en los que se tocan, así como cualquier otra historia en Latinoamérica, África o Asia, pero vida al fin y al cabo. De la obra de teatro nos fuimos directo como corcho de champaña a la fiesta de clausura, no hablaré mucho del evento, solo que tomamos chilcano, una especie de pisco con té muy aguado que nos resguardó a todos hasta el final de la noche, aunque no supiéramos pronunciar su nombre.
El último día del festival fue de despedidas, como es usual, un lugar común. Aunque ya estamos acostumbrados, me despedí con desazón de los venezolanos. Luego comí con Juan Cruz, su esposa, Laura Fernández y Sergio del Molino. Hablamos de Cataluña, de España, yo lancé mi indignación por Venezuela, a cada uno el terruño lo llama. Nos relajamos, comimos, nos reímos, quiero creer que hice nuevos colegas, amigos, quizás. Volví a encontrarme con el quinteto dinámico, hablamos de lo buena que es la poesía peruana, latinoamericana, hispanoamericana, subimos a la terraza de un convento, vimos el atardecer entre rosa pastel y azul palo, nos despedimos de Arequipa y del Hay, pero abrimos un puente que sigue siendo construido por lo que nos afecta, un hilo que nos conecta a través de la literatura seamos del país que sea.
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