Ya he parafraseado antes a Paulo Freire (y a Rousseau y a toda la filosofía política) cuando he aseverado que todo acto es político, absolutamente todo. Pero especialmente para Freire “todo acto educativo es político”. Y pocas veces he estado tan de acuerdo con alguna frase tan popular y trillada como esa.
Sucede que en el feed de Facebook todos pretenden dar con una respuesta a la situación política venezolana, al tradicional “¿por qué estamos como estamos?” y, aunque la obviedad es meritoria en estado de crisis, nadie parece hacer eco de lo que realmente sucede. Y no es que yo tenga la solución cósmica, ni pretenda hacer el típico comentario hipócrita desde la comodidad de mi silla en el otro lado del Atlántico, pero la discusión siempre es válida y, como todo acto es político, pues yo me hago consecuente.
Nací a finales de los ochenta durante la época de la Venezuela “mayamera” (para ilustrarse un poco en el histrionismo de la escena pueden pasar por el relato de Carola) y del “está barato, dame dos”. Mi educación pre-escolar estuvo auspiciada por el “cuartico’e leche” del presidente Carlos Andrés Pérez en el ocaso de su segundo mandato; mi escuela contaba con una casa de muñecas a tamaño real, una piscina de arena (de construcción) y tacos de madera con clavos y astillas. Siendo hija de dos adolescentes tardíos, mis padres decidieron intentar darnos la “mejor educación posible”, cuya traducción en mi pequeña ciudad, era el Colegio de Hermanos LaSallistas. Desde pre-escolar hasta quinto año del bachillerato estuve confinada a un instituto educativo cuya premisa fue la incorporación de ciudadanos notables al quehacer social, la formación de los hombres y mujeres del futuro. Nada más lejos de la realidad.
Para crecer en Venezuela siendo mujer, hacían falta dos cosas: aprobar las materias y saber desenvolverte como femina para conseguir la atención de los hombres, que más adelante serían tu pase a una vida cómoda y satisfactoria. Para quienes teníamos una educación extranjera en el hogar, esas inferencias no eran del todo excluyentes a los sueños profesionales que quisieras tener. Yo, por mi parte, quería tener tres títulos universitarios, un doctorado y un descubrimiento científico que cambiara la historia del mundo, es decir: yo quería ser una mujer en un mundo de hombres y tener éxito en el proceso. Escenario que, obviamente, nunca sucedió.
La falla tectónica en el sistema educativo venezolano se hizo bastante obvia cuando, antes de estudiar y tener los conocimientos que te permitieran sobrevivir el mundo, adaptarte y contribuir, los profesores buenos eran tildados de imbéciles y los profesores imbéciles eran tildados de educadores que en los ratos libres se embriagaban con los alumnos en el estacionamiento de más abajo (cuando no llegaban ebrios a dar clases), se acostaban con las alumnas (de 14 y 15 años) y vendían los exámenes a los niños hijos de los italianos ricos de la ciudad, esos que todas las niñas querían por novios y a quienes accedían a hacerles sexo oral en las fiestas durante los fines de semana. Educarse no tenía el más mínimo sentido: leer, cultivarse y crecer como individuo jamás estuvo en las prioridades del adolescente común venezolano de la llamada Cuarta República. Tener un título era necesario para quitarte a tus padres de encima, esos que habían sido hijos de inmigrantes analfabetos y que se esforzaron por darte la fortuna de la que hoy gozabas. La concepción del respeto era un resto arqueológico del Manual de Carreño y era para “maricos”, allí reinaba la ley del más fuerte, del más imbécil y del que mejor supiera etiquetar al de al lado.
Entre la comuna femenina la cosa no era muy distinta. Estudiar era un dolor de cabeza que te quitaba energía para ocuparte por tu cabello, la modificación de tu pantalón de gabardina para que se te viera el culo, los accesorios de moda, la (extrema) delgadez y tu facilidad para captar la atención del sexo opuesto. Realmente nada distaba mucho de lo que tu madre había logrado para traerte a ti al mundo. Si eras una niña que trataba de igual a igual a los hombres, jugabas a la pelota, a las metras, al trompo, corrías y sudabas como un hombre, eras una marimacha y estabas en la base de la pirámide. Allí tenías que entender que los hombres son los hombres y las mujeres pertenecen al círculo que juega a la casita, están siempre limpias y bonitas viendo a los chicos jugar, obligándote a escoger el BackStreet Boy de tu preferencia porque sino, no estabas en nada.
Todas las niñas a los 10 años querían estar tan buenas como Gaby Espino o como cualquiera de las mujeres que salían en las novelas de las dos de la tarde, que veían con la “cachifa” en casa, mientras la ausencia de papá y mamá solo hacía más evidente el vacío educativo, limítrofe y empático del que sería el profesional de la Venezuela del mañana, esa que cambió radicalmente a partir de 1999.
No voy a entrar en detalles económicos y políticos que pueden googlear fácilmente, pero quienes de niños vivimos la transición entre la Venezuela pre-revolución y la Revolución Chavista, fuimos el cuerpo sometido al medio de contraste. Durante los años noventa tu falta de educación era fácilmente disimulable con tu poder adquisitivo, con los objetos de los que podías hacer alarde y con el automóvil que conducías (incluso antes de tener edad suficiente). Una vez que «el comandante intergaláctico» amenazó la torre dorada de quienes habían estado viviendo una realidad esquizofrénica, todo cambió: no sólo el lenguaje violento se coló en la calle, sino que se desecharon los eufemismos y la separación de clases ahora era obligatoria, si querías sobrevivir y no mezclarte con los “rojos”, “negros”, “marginales”, etc. Para muestra un botón: el colegio al que yo asistía decidió abrir un turno casi vespertino para alumnos de escasos recursos, en vez de mezclarnos a todos en las mismas sesiones, en un intento por coincidir con los valores de humildad de los Hermanos Salesianos, pero sin ensuciar mucho el hábito.
“Socialismo”, “comunismo”, “Marx”, “Lenin”, todos eran términos arcaicos que jamás se incorporaron en la malla curricular secundaria, nadie nos advirtió en qué se estaba convirtiendo el país, nadie nos explicó lo que había sucedido en Cuba y, aunque uno de mis profesores luego fue militante Tupamaro, el único intento de embebernos en la realidad del país fue una clase donde intentaron ayudarnos a analizar la propuesta para la reforma constitucional que había introducido Chávez. Obviamente la audiencia hizo caso omiso, el profesor se frustró y salimos pronto al recreo.
Por lo menos en la Rusia soviética la educación literaria era obligatoria: Kárpov, Márkov, Gorki y Stavsky. En Cuba estuvo Carpentier, Lezama Lima, Vitier y Pogolotti. Nosotros tuvimos a Gallegos, a Picón Salas, a Teresa de la Parra y a Uslar Pietri, a Garmendia y a Noguera, a José Balza y hasta al mismo Petkoff, pero nunca, fue una asignatura obligatoria en la educación básica. Nunca nos enseñaron a analizar, a reflexionar y a ser críticos políticos. Nos dejaron ir con la marea y las consecuencias están a la orden del día.
Yo tenía doce años cuando Hugo Chávez fue electo. Egresé del bachillerato con dieciséis años, es decir, cuando el proceso de revolución estaba más que en marcha. La mitad de mis compañeras de clase fueron esposas y/o madres antes de los 25 años (como bien dictaba la única educación que sí funcionó), y sus hijos están concebidos, criados y “educados” en revolución. Estoy consciente de que el escenario de la Venezuela adeca y copeyana no era muy diferente, pero hasta la quinta república el venezolano que lograba aislarse de la decadencia moral que anidaba en la educación básica era un intelectual y científico que cooperaba con el desarrollo del país. Hoy por hoy los venezolanos que valen la pena son catedráticos de universidades extranjeras y sus descubrimientos colaboran con el crecimiento de un país que no es el que les vio nacer.
Toda esta palabrería -que ofenderá abiertamente y me ganará insultos de todos colores- es solo para decir que el problema de mi país no es culpa de sus gobernantes. Venezuela se ha transformado en lo que es por el fantasma de los ideales comunistas de la generación perseguida por Pérez Jiménez, por la monstruosa prioridad que se le ha dado a la belleza y a la carcaza, por la desestimación de la educación intelectual (y por intelectual no resto mérito a los médicos, abogados, ingenieros y demás profesionales en su faena, sólo remarco la nulidad de su ejercicio monótono y exclusivo) y por la vacuidad y fragilidad de la estructura de la generación de relevo.
Yo pertenezco a una franja marginada, silenciada y trastocada por los malos hábitos, cuya masturbación mental solo colabora con poner sobre la mesa y a-viva-voz un análisis que despierta el más vulgar de los desprecios. Yo soy de esas intelectuales machacadas que no llegaremos a hacer mucho, pero que pretendemos, a través de la escritura, dejar testimonio de que no estábamos tan ciegos después de todo.